Un día lluvioso como éste,
que es ideal, gracias a las bajas temperaturas castigadoras de julio, más de la
mitad de los empleados faltaron a la oficina porque estaban enfermos. .Yo,
solamente yo, que me adapté al gélido aliento del invierno, todos los días que
la calle me abrigó, podía soportar ese infernal clima.
Era casi de noche, ya cambiaban de turno, y continuaba el
frío, que no dejaba en paz ni al más santo. Casi eran las siete, el camión y la
camioneta no tardarían en llegar.
Aun así, con los nervios del incómodo momento, se podía
apreciar lo que me rodeaba. Con tantos segundos casi infinitos antes del acto
planeado, casi sentía las gotas caer en la tierra, salpicando como en cámara
lenta, sintiendo el lento paso del tiempo, casi observando cómo envejecían los
minutos al pasar.
El día estaba muy tranquilo, los locales se encontraban
casi vacíos, con la presencia de un incómodo silencio. Sólo existía el ruido
sordo cayendo sobre el asfalto, sobre el pasto y la tierra de la plaza. Sólo se
veía algún empleado municipal limpiando, o soportando junto conmigo y otras
personas el ataque del frío mientras se aproximaba la noche.
Héctor llegaba y me soplaba al oído:
-Faltan tres minutos.
A partir de entonces me encontré envuelto en nervios,
totalmente asustado, ese tremendo golpe no era de poco sentir. El tiempo ideal
se terminó convirtiendo en algo sólido y concreto, donde todo se resumía a ese
instante.
Y pensar que hacía un mes no me hubiera imaginado esto,
esculcando la basura, tratando de mantenerme en pie con lo que la gente tira a
la calle. Sin importar nada. Sin sentir
el dolor de los demás al ver semejante desperdicio. Pero no me culpen, para
alguien sin nada que perder, hasta el acto más ruin sería aceptado con lo que
se me ofrecía.
Ese hombre, Héctor, me abrió los ojos, me mostró que ante
el egoísmo de la sociedad que nos rodea hay dos opciones: la primera es sufrir
las consecuencias que ella misma impone y, la segunda, cambiar tu historia
siguiendo la corriente.
También recordé que nunca nadie me apoyó. Nací pobre, y no me resignaré a morir igual.
Yo siempre, como la mayoría de las personas, imaginé un mejor futuro, con una
familia que sustentar, unos hermosos hijos y un gran trabajo. Pero me tocó sufrir
este cruel destino.
El momento estaba próximo, y entonces Héctor me susurró:
-Quedan dos minutos.
Prometimos no contar el minuto uno, era demasiado
difícil.
Al día espantoso, se le agregaban los nervios de la
situación, con la que mi temprana vejez no podía soportar ese poderoso minuto.
Pasó un largo tiempo, casi una eternidad pero finalmente,
me dijo:
-Ahora.
Llegó el camión puntual, como siempre, y la camioneta lo
venía siguiendo. El asalto comenzaría recién cuando el camión que llevaba el
dinero alcanzara a detenerse, y el cambio de turno, no podía llegar con mayor
precisión.
Por fin, el momento tan ansiosamente esperado había
llegado. El camión se detuvo por completo, y entonces hice mi entrada. Me
levanté bruscamente del banco y fui directamente hacia el conductor del camión.
Con mi facha habitual de mendigo me dirigí rápidamente hacia él. Lo detuve (ya
que el conductor estaba próximo a bajarse) y le dije:
-¡Disculpe mi amigo! ¿No tendrá algo para ayudar a este
pobre hombre?
Él me respondió con flaqueza y un poco de desprecio:
- Lo siento, no tengo nada.
Entonces di la señal a mis camaradas. Junto con
ellos, sacamos nuestras armas, y los
hombres que estaban escondidos en la camioneta se bajaron para intimidar a los
hombres que se encontraban adentro del camión. Entonces, bajé bruscamente al
conductor mientras un tercero atacaba y bajaba del vehículo al copiloto.
Todos tenían que ser actos fugaces, ya que la policía no
tardaría en llegar. Rápidamente, nos apropiamos del camión. Mientras Héctor y
los demás se subían a la camioneta, rápidamente aceleramos a fondo y nos
detuvimos bajo un puente, donde la policía no se atrevía a buscar.
Desaparecimos con celeridad de la escena, bajo la sombra
de aquel puente. Resurgimos, después de unos días, cuando el clima terminara de
ser turbio (cuando ya no habían policías cerca).
Cada uno tomó su parte y su propio camino. Héctor, como
los otros, desapareció del país y nunca supe de ellos.
En cuanto a mí, tomé demasiado dinero como para fundar mi
propia compañía, lo cual era un sueño alimentado por mis padres desde mi
infeliz niñez. Crearía una fábrica de golosinas, de todo tipo, no sería muy
difícil, comprar enormes maquinarias, contratar empleados , y tener una buena
estrategia para que la compañía creciera.
Y
ahora, aquí, algunos años después mi compañía crece, cada vez más,
satisfaciendo la demanda de clientes de muchos países con la calidad de mis
dulces, empleando a mucha gente en la
fábrica.
Tengo mi familia
deseada, con un hijo de un año y otro en camino. Completamente feliz de mí
logro. Aunque algo culpable, porque esta historia demuestra lo que Héctor me
dijo: “hay que seguir la corriente”. Todo demuestra que nuestra sociedad está
formada para que una persona como yo triunfe. Un ladrón. Un sotreta.
Hoy, sentado en mi sillón de gerente, recuerdo aquél
libro cuyo título era “Economía del comportamiento”, en el cual aprendí que
incluso los delincuentes calculan la rentabilidad de su oficio: el delito. El
riesgo existe en toda actividad humana, más aún si se trata de una actividad
delictiva. El delincuente es un ser racional que mide costos y beneficios;
compara el botín de la fortuna a obtener contra la condena que sufriría si es
descubierto, multiplicada por la probabilidad de ser efectivamente detenido. Yo creo que en mi inconsciente efectué esta
comparación pero no era realmente consciente de ello. En este tipo de actividad
donde no existen límites de moral ni escrúpulos, el costo es la pérdida de la
libertad o de la vida.
¡Cuánta habrá sido mi desesperación para asumir
semejantes riesgos! Pero, afortunadamente para mí y las fuerzas del mal, aquel
evento que significó un desvío de la moral y de las normas básicas de
comportamiento en sociedad me salió bien. Hoy soy miembro de la Federación
Económica y del Consejo Empresario de la ciudad de Nomeacuerdo..
Aún
visito la plaza, y observo lo que me rodea, advierto cómo cambian las cosas de
un momento a otro. Porque el asalto, aunque con días de planeación, duró lo que
la gota de lluvia al caer: un instante, un segundo eterno.
El tiempo es una fuerza traidora, que fatiga las almas de
todos los seres.
Juan Pablo Doberti - Escuela Normal - 5º4º- -2012 © all rights reserved